“En cuanto a ustedes, no se hagan llamar, porque no tienen más
que un Maestro y todos ustedes son hermanos, a nadie en el
mundo llamen, porque no tienen sino uno, el Padre celestial.
No se dejen llamar tampoco, porque solo tienen un Doctor,
que es el Mesías. Que el más grande de entre ustedes se haga
servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado,
y el que se humilla será ensalzado”.
Mateo 23, 8-12
Hay muchas definiciones que podemos encontrar sobre la humildad, pero la que me llama fuertemente la atención es aquella que da Santa Teresa de Jesús: “Humildad es andar en la verdad”. Se trata de encontrar la realidad objetiva, tanto de las personas como de las cosas, y darle el justo valor a esa realidad. Se es más humilde cuanto se vive más en la verdad reconociendo lo que somos, sin filtros, sin excusas ni pretextos.
Una persona humilde sabe dar el recto valor a los bienes materiales, los juzga con objetividad y los utiliza adecuadamente, no los ve como fin en sí mismos, se vale de ellos para un fin mayor: la gloria de Dios. Para la persona humilde, Dios siempre estará por encima de todo y por lo mismo, el ser humano nunca estará ni a la par ni por debajo de todas las cosas. Quien es humilde ubica cada cosa dentro de su momento y circunstancia.
Una persona humilde no se infravalora ni cree que no sirve para nada colocándose por debajo de los demás, como si su presencia importara muy poco. Esto raya más en una baja autoestima que en la humildad.
Humilde es aquella persona que sabe reconocer lo que es y lo que tiene. Es agradecido con las cosas que posee y no ambiciona apasionadamente las que no están a su alcance, ya que sabe y es consciente de ello; sabe que si no las tiene, es por algo y si son para él, un día llegarán y, si no son para él, sabrá equilibrar ese “deseo” hacia lo que Dios crea conveniente.
Ciertamente que la naturaleza humana nos lanza a tener aspiraciones muy altas y esto en sí es bueno. Sin embargo, por ser una naturaleza débil, estas aspiraciones pueden estar llenas de egoísmo, poder, altanería, afán de lujos y vanagloria.
Es por esto que Jesús nos enseña no tanto a poseer, sino a despojarnos. Es interesante la traducción que nos ofrece el padre Luis Alonso Schökel en La Biblia de nuestro pueblo, sobre la bienaventuranza: “Dichosos los humildes, porque heredarán la tierra”; el padre Schökel traduce: “Dichosos los desposeídos, porque heredarán la tierra”. Humilde es quien no posee, incluso aunque tenga grandes riquezas, porque el secreto de la vida, y en este caso de la bienaventuranza, no está en tener o no tener, sino en tener un corazón totalmente libre, capaz de despojarse de todo, absolutamente de todo.
Recordemos el bellísimo himno de la carta a los filipenses: “Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró codiciable el ser igual a Dios… y en su condición de hombre se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” Filipenses 2, 5-11.
La aspiración que dirigía los pasos de Jesús fue la de hacer en todo la voluntad del Padre. Pudiendo utilizar su poder para muchas otras cosas, sobre todo para beneficio propio, Jesús se dedicó enteramente a llevar a cabo todo lo que su Padre le encomendaba. Así lo vivió y así lo enseñó. Por ejemplo: “Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”. La humildad unida al servicio. Todos, de alguna manera, tenemos poder y eso es bueno, ya que con el poder es posible ayudar a muchas personas. El problema aparece cuando ese poder lo usamos para hacer el mal o solamente para nuestro bienestar. Jesús siempre fue un hombre para los demás y por esto mismo nos enseñó que el verdadero poder se proyecta en el servicio. Poder es servir. Si queremos ser el más grande tenemos que ser el servidor de todos.
“Por lo tanto, el que se haga pequeño como este niño, será el más grande en el Reino de los cielos” Mateo 18, 4. Ser como niños es todo un reto, porque no se trata solo de volver a la inocencia, ser atentos o nobles, sino de aprender a recibir el Reino como un regalo, un don. Los niños, por lo general, no tienen con qué pagar, todo se les da. Por eso, los papás les enseñan a decir “gracias”, porque esa es la forma en como un niño puede corresponder a un gesto de amor. Ser humilde es ser como niño, porque el humilde sabe ser agradecido y por sobre todas las cosas, reconoce que lo que tiene y lo que es viene de más arriba. Bien dice san Pablo: “Soy lo que soy por la gracia de Dios”.
“Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: «¿De qué hablaban en el camino?». Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”. Marcos 9, 33- 34. En este pasaje no vemos a los Apóstoles preguntándose qué tan importantes eran, sino quién era el más importante, el más grande. Todos tenemos la necesidad de reconocimiento, de ser valorados, apreciados y amados por los demás. Pero cuándo eso se vuelve una obsesión y fin en sí mismo, ya andamos mal. Por esto mismo, Jesús nos invita a ocupar los últimos lugares, no porque los primeros sean malos, sino porque debemos enfriar en el corazón todo deseo desordenado que nos haga creer que somos más importantes que los demás. La aspiración a estar por encima de nuestro prójimo más que riqueza y grandeza, lo que muestra es miseria, carencia y un dolor tremendamente grande.
“No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!” Jesús le respondió: “Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte” Juan 13, 8. Pedro ha entendido el mensaje de Jesús al lavarle los pies a los demás Apóstoles y por eso se niega, porque de ahora en adelante él tendrá que hacer lo mismo: usar el poder como servicio y con humildad. Muchas veces nuestro “ego” nos impide hacer cosas humildes, porque creemos que merecemos más, que tenemos derecho a algo mejor, cuando en verdad debemos ser más humildes. Jesús, siendo el Maestro y Señor, le lavó los pies a los Apóstoles, haciendo las funciones de esclavo, cuánto más nosotros debemos lavar los pies a los demás con humildad y alegría.
La humildad no es un trampolín que te lanza hacia arriba, es un resbaladero que nos ayuda a sumergirnos hacia adentro. En dado caso, si alguien nos debe ensalzar es el Señor, como lo hizo con María santísima, la más humilde, en quien el Señor hizo maravillas.
“Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber” Lucas 17, 10.
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