La patria es primero

La patria es primero

La patria es primero
P. Roberto Figueroa 

Aunque se desmorone la morada terrestre en que acampamos, sabemos que Dios nos dará una casa eterna en el cielo, no construida por hombres… Así pues, siempre tenemos confianza, aunque sabemos que mientras vivimos estamos desterrados, lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe. Y es tal nuestra confianza que preferimos desterrarnos del cuerpo y vivir junto al Señor. Por lo cual, en destierro o en patria, nos esforzamos en agradarle. 

2 Corintios 5, 1-10


No importa el lugar donde nos encontremos en el planeta, siempre sentiremos el orgullo de pertenecer a nuestra patria, el lugar que nos vio nacer. No interesa si nacimos en un lugar sencillo, pobre o pequeño, en un lugar grande, rico y elegante; nuestro lugar de origen marca para siempre la existencia de toda persona.

Antiguamente, para el pueblo de Israel, esto era aún más significativo. Pertenecer al Pueblo Elegido era toda una distinción; el prestigio no podía ser mayor, ya que el mismo Dios eligió con predilección a un pueblo donde realizaría su plan de salvación.

En Israel sucedieron tantos prodigios por parte de Dios, que las narraciones de estos acontecimientos han maravillado a generaciones y generaciones. A través de los profetas, Israel recibió una serie de mensajes que le prepararon para recibir al Mesías enviado por Dios. Para esta gran nación, el templo, su mayor gloria, llegó a considerarse una de las siete maravillas antiguas. El templo era el gran orgullo de Israel, ya que era ahí donde Dios había puesto su morada.

Carne y sangre marcaban la pertenencia a este maravilloso pueblo judío. La pureza de sangre era sumamente importante, pues así se mostraba la casta y el linaje. Ser descendiente de Abraham, sin mezcla ni mancha, aumentaba la extraordinaria posibilidad de la presencia del

Mesías en la propia familia. San Mateo y san Lucas, al inicio de sus Evangelios, nos muestran la genealogía de Jesús, precisamente para salvaguardar este aspecto que los judíos observaban con gran cuidado.

Jesús, como buen judío, mostró ese amor tierno y de predilección por su pueblo: Jerusalén.“Jerusalén, que matas a los profetas y a los que a ti son enviados. Cuántas veces he querido cobijarte como la gallina a sus polluelos y tú no has querido”. En otra ocasión, el mismo Jesús mencionó a sus discípulos: “he sido enviado solo a las ovejas perdidas de Israel”, mostrando de esta manera el arraigo a su pueblo y su fidelidad a la encomienda del Padre de realizar la salvación a Israel y en Israel.

Después de la Ascensión a los cielos, los primeros cristianos se preguntaban sobre la manera de pertenecer al Reino instaurado por Jesús. ¿Será la carne y la sangre lo que exclusivamente nos una al Redentor del mundo?, ¿tendremos que pertenecer físicamente a la familia de Jesús? Definitivamente que no. Pertenecer al Reino y a la familia de Jesús tiene otras connotaciones. La más importante nos la presenta el mismo Señor: el cumplimiento de la voluntad de Dios, porque todo aquel que cumple la voluntad del Padre -nos dice Jesús- ese es su hermano, su hermana y su madre.

Hacer lo que Dios quiere es esencial en la vida de todo cristiano. Cumplir la voluntad de Dios significa anteponer todo aquello que quiero y deseo, por lo que Dios quiere y desea: “no se haga mi voluntad sino la tuya”.

El mismo Jesús es el mejor ejemplo de esto. Él dedicó toda su vida a realizar el deseo del Padre celestial y nos lo enseñó a través de la oración en el Padrenuestro: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo…”. Además, nos lo mostró plenamente clavado en la cruz en sus últimas palabras: “Todo está cumplido”.

Todos estamos llamados a configurarnos con Cristo Jesús. Vivir como Él vivió debe ser el camino y la meta de todo seguidor suyo.

El segundo presidente de la República Mexicana, Vicente Guerrero, afirmó: “La patria es primero”, y ¡qué razón tenía!, porque para nosotros los cristianos también lo es, pero nuestra patria no se encuentra aquí, en este mundo, ya que mientras estemos en esta tierra vivimos como extranjeros, lejos del Señor, como lo dice san Pablo. Esperamos cielos nuevos y tierra nueva.

Somos hijos de Dios, y por lo mismo, nuestra patria no está aquí, sino allá arriba: es el cielo que Dios tiene prometido a sus hijos y sus hijos somos todos. Así afirma san Pablo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad”, porque donde está Dios, nuestro Padre, debemos estar todos sus hijos y el deseo de Dios es que todos sus hijos estemos con Él, en su casa, nuestra patria, a la que verdaderamente pertenecemos.

Pero llegar a esa casa, el cielo, implica no solo el deseo de Dios, sino también nuestro deseo. Desear el cielo implica trabajar arduamente por alcanzarlo. Cuando Jesús afirmó “mi Reino no es de este mundo” ya nos estaba anticipando que quienes se atrevan a hacer del Reino su manera de vivir, esto traería división, oposición, resistencia y lo más doloroso: violencia.“¿Creen que he venido a traer paz a este mundo? De ningún modo. No he venido a traer la paz, sino la división”. Ser coherentes con el Evangelio siempre será una amenaza para quienes están en contra de la vida, la gracia, el amor, la verdad y la justicia. Ser coherentes con el Evangelio siempre atentará contra aquellos que desean vivir en el confort, el comodismo y la vida fácil, sin exigencias ni esfuerzos.

Vivir haciendo la voluntad de Dios es vivir como ciudadanos que no pertenecen a este mundo, porque se trata de anticipar lo que un día será la plenitud en la casa de Dios, nuestra patria definitiva, y nuestra patria definitiva es el cielo, y de esa patria nos debemos sentir profundamente orgullosos, si bien, no porque nacimos ahí, sí porque ahí moraremos por toda la eternidad, perteneciendo por siempre a la gran familia de Dios.

Nuestra patria, el cielo, es primero. Hagamos todo lo posible por mostrar esa prioridad sobre todas las cosas y realidades de este mundo.

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