“Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados,
y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí,
porque soy manso y humilde de corazón,
y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave
y mi carga ligera”.
San Mateo 11, 28-30
Es interesante cómo, para referirnos a algunas cosas de la vida nos tengamos que valer de un órgano de nuestro cuerpo: el corazón. Cuando hacemos referencia a una persona despiadada decimos que “no tiene corazón”. Si se trata de alguien generoso decimos que “tiene un corazón muy grande”. Si alguien es inflexible, decimos que “es de corazón duro”. Por el contrario, si se trata de un carácter débil, entonces afirmamos que “tiene un corazón de pollo”. Cuando alguien habla con mucho sentimiento nos damos cuenta que “está hablando con el corazón”. Si la persona se involucra en lo que hace, es que “está poniendo todo el corazón en lo que hace”. Si alguien nos decepciona, entonces “nos rompe el corazón”. Si un amigo se emociona por algo que le ocurrió llega a comentar que “se le está saliendo el corazón”. En ocasiones no nos atrevemos a decirle a un enfermo una noticia difícil porque creemos que su corazón no lo soportará.
El Papa san Juan Pablo II inició su discurso Pontifical diciéndonos que le abriéramos las puertas del corazón de par en par a Jesucristo.
En la Sagrada Escritura el tema del corazón es muy recurrente. Por esto mismo, haré un recorrido a través de la Sagrada Escritura para señalar cómo en la Palabra de Dios el corazón es un elemento muy importante.
El rey David, después de haber cometido los grandes pecados de adulterio y asesinato, suplicó profundamente arrepentido, el perdón a Dios componiendo así el Salmo 50: “crea en mí un corazón puro” y más adelante menciona: “un corazón quebrantado y humillado tú nunca lo desprecias”.
Llegó un momento en que el Pueblo de Israel se apartó de todo lo que Dios quería, Israel se alejó de los Mandamientos del Señor, de la justicia, la verdad, la misericordia y el amor. Es por esto que, en el libro del profeta Ezequiel, Dios promete “arrancarle al Pueblo el corazón de piedra” (es decir, uno que ya no es capaz de amar y cumplir la voluntad divina) para darle “un corazón de carne”, es decir, uno que verdaderamente se encuentre latiendo en sintonía con la voluntad y el deseo de Dios.
El profeta Jeremías anunció que Dios establecería una nueva alianza con Israel, una alianza que ya no se escribiría en piedra, sino en los corazones, es decir, en aquello que no esté fuera del hombre, sino en su interior, en el lugar sagrado donde se da la relación íntima con el Señor.
Es el evangelista san Lucas quien nos informa que María, la madre de Jesús, “guardaba todas estas cosas las meditaba en su corazón”.
El Señor Jesús, denunciando el mal que había en la gente afirma: “Raza de víboras, ¿cómo pueden ustedes decir cosas buenas, siendo malos? Porque la boca habla de la abundancia del corazón” (Mateo 12, 34). Como también, en otro pasaje nos dice: “Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre” (Marcos 7, 21-23).
San Pablo nos enseña que para la salvación hay que profesar con nuestros labios y creer con el corazón que Jesús es el Señor.
En el corazón está la respuesta a muchas de las situaciones que nos suceden en la vida y por lo que, en ocasiones, el mundo en el que vivimos no es el que debería ser.
Yo creo que la maldad que existe en nuestra sociedad se presenta porque dejamos que el corazón se llene de mentiras, odios, resentimientos, rencores y de todo aquello que experimentamos en nuestro interior y sabemos que no viene de Dios.
Muchas cosas no funcionan en la vida porque no ponemos todo el corazón en ello. Si fallamos es porque hacemos las cosas a medias y no nos involucramos completamente.
Mucha gente pasa necesidad no por escasez de recursos, sino porque a muchos les falta tener un corazón abierto y generoso. Por eso se dice que la caridad no es un mero movimiento de la mano, sino un acto del corazón.
Dios, al crearnos, nos dio un corazón para llevar la sangre a todo el cuerpo, pero sobre todo le otorgó una especie de cualidad espiritual, para que sea capaz de reaccionar a emociones y circunstancias donde el amor, que brota del interior, se transforme en todo el bien que podemos hacer a los demás.
En lo personal, de las bienaventuranzas que aparecen en el capítulo 5 de san Mateo, la que me inspira y me conmueve es aquella que dice: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”.
Es por esto que tenemos la grave y hermosa responsabilidad de cuidar nuestro corazón y no dejar que se contamine por el hedonismo, la mentira, la ira, los malos deseos y toda clase de pasiones desordenadas.
Dios nos ha dado un corazón limpio y puro, pero a la vez, siempre expuesto a contaminarse con la presencia del mal. Por tanto, nuestra lucha consistirá en conservarlo, así como el Señor nos lo ha dado.
Para pedirle al Señor que nos conceda la pureza del corazón pídele a Jesús así: “Señor, dame un nuevo corazón capaz de amarte ante todo y por sobre todas las cosas” o también: “Señor, dame un corazón que sea solamente para Ti”.
Así, amando con un corazón puro seremos capaces de ver a Dios y de ver como Él ve, para hacer las cosas como Él lo quiere.
Recordemos que antes de haber puesto nuestra mano en el corazón para entregarle a Dios, Él ya puso su mano en el suyo, para que disfrutemos de su infinito amor y misericordia. No tengamos miedo y atrevámonos a decir con una profunda confianza:
Sagrado Corazón de Jesús: En Ti confío.
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